El aceite de palma cayó como anillo al dedo a la industria agroalimentaria porque pudo sustituir el uso de grasas trans, ayudando a la salud del consumidor.
Pero consumirlo ha provocado un severo daño ambiental en el sureste asiático, pues para su cultivo se han deforestado miles de hectáreas.
Consumimos un promedio de 8 kilos de aceite de palma por persona al año y este ingrediente está presente hasta en un 50% de los productos envasados que compramos.
Ha sido tan utilizado, que Indonesia y Malasia, que cubren el 85% de la demanda mundial, la tierra dedicada a la palma aceitera se ha multiplicado por 22 en cuatro décadas.
La reducción de junglas afecta a la supervivencia de animales como el elefante pigmeo de Borneo, orangutanes, tigres o rinocerontes de Sumatra. Se pierde biodiversidad y se agrava el cambio climático con la desaparición de bosques y selvas.
Además, en la industria de esos países se ha denunciado la explotación de trabajadores y el uso de mano de obra infantil.
Nutricionalmente hablando, no es tan saludable como el de oliva, ya que posee más grasas saturadas y menos monoinsaturadas, aunque es más favorable que el aceite de coco o el de semillas de palma.
No necesariamente, porque dejar de consumir de un momento a otro productos de alta demanda, tendría consencencias económicas o sociales.
Lo ideal, en cambio, es buscar productos certificados por la RSPO, que es La Mesa Redonda sobre Aceite de Palma Sostenible.
Actualmente, compañías como Nestlé, Unilever, Palmolive, Ferrero o L’Oréal sólo utilizan solo aceite de palma certificado en todos sus productos.
Como consumidores estamos provocando deforestación y pérdida de biodiversidad a través de múltiples decisiones, entre las que el aceite de palma es solo un caso. Pasa igual con el café, el chocolate o el coco.
Se trata, en suma, de mejorar nuestros hábitos de consumo y hacernos de productos sostenibles y certificados que tengan una menor huella medioambiental.